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									«No toda nube engendra una tormenta». 
									
									William 
									Shakespeare Enrique 
									IV (V,3)
 
									
									
									17 de agosto de 2014 - 
									
									Hoy en día entrar al Duomo de Milán es 
									inquietante. 
									
									En la entrada, antes de cruzar una de las 
									maravillosas puertas de bronce, un grupo de 
									soldados armados hasta los dientes aplica un 
									humillante procedimiento a los visitantes, 
									hurgando en sus bolsas, maletines, mochilas 
									o cualquier otro contenedor que lleven 
									consigo. 
									A 
									veces también se puede ser objeto de un 
									“cateo personal”. 
									
									Precauciones denigrantes contra el 
									terrorismo. ¡Pobres de nosotros! Y pobre 
									Italia, con sus numerosos e invaluables 
									monumentos potencialmente en peligro por 
									culpa de algún exaltado. 
									
									De todas maneras, una vez adentro de la 
									Catedral, incluso el visitante más distraído 
									no podrá evitar sentirse intrigado por una 
									lámpara roja que cuelga a varios metros de 
									altura, entre los arcos del presbiterio, en 
									medio del rosetón dorado. 
									
									Su luz siempre está encendida, alumbrando a 
									la “Nivola”. 
									
									¿La “Nivola”? Muchos de los visitantes, 
									incluyendo los propios milaneses, no saben 
									qué es. 
									
									Es muy probable que el nombre Nivola sea una 
									antigua forma dialectal para la palabra nube 
									(nuvola en italiano), ya que para los 
									asombrados fieles del siglo XVII este objeto 
									debe haber tenido el aspecto de una pequeña 
									nube o de una tenue espiral de incienso 
									flotando en el aire. 
									
									Se trata, de hecho, de un extraño aparato 
									que encierra, a 40 metros del suelo, un 
									pequeño contenedor en el que se encuentra 
									uno de los mayores tesoros de fe de la 
									catedral de Milán: uno de los clavos que, 
									según la tradición cristiana, atravesaron el 
									cuerpo de Jesús crucificado, llamado, 
									precisamente, el «Santo Clavo». 
									
									Es comprensible, entonces, que con respecto 
									a esta importante reliquia hasta el más 
									distraído de los visitantes se haga unas 
									cuantas preguntas.¿Cómo llegó el «Santo Clavo» a Milán? 
									¿Cuándo? ¿Está comprobado que se trata de un 
									vestigio auténtico?
 
									
									Resulta que el primero en hablar de él fue 
									San Ambrosio, durante la oración fúnebre que 
									tuvo lugar en el 395 d.C. en memoria de su 
									amigo, el emperador romano Teodosio 
									(347-395). En esa ocasión, el obispo —actual 
									patrono de Milán— sostuvo que el 
									descubrimiento de la reliquia se debía a 
									Elena (248-329), madre de Constantino, quien 
									durante su viaje a Tierra Santa, «por 
									inspiración divina », encontró la cruz y los 
									tres clavos que fueron utilizados para la 
									crucifixión de Jesús. 
									 
									Camillo 
									Procaccini (1551-1629). Ambrosio impide el 
									paso al emperador Teodosio. 
									
									Ambrosio, sin embargo, no hizo mención de 
									cómo uno de estos clavos había llegado a 
									Milán. La tradición legendaria cuenta que 
									Elena, en su camino de regreso de Jerusalén, 
									lanzó uno de ellos al mar en tempestad, 
									calmando así su furia. Los otros dos, en 
									cambio, fueron transformados en artefactos 
									muy particulares, como reliquias 
									propiciatorias para las acciones de su hijo. 
									
									Así, un clavo fue convertido en freno para 
									el caballo del emperador y el otro en una 
									diadema, que, dicen, se insertó en la Corona 
									de Hierro que se conserva en la Catedral de 
									Monza. Estos dos dones preciosos fueron 
									legados por Constantino a sus sucesores, 
									hasta llegar a Teodosio. 
									
									El clavo-freno conservado en la Nivola es, 
									aún hoy, solemnemente tomado de su custodia 
									por el cardenal arzobispo de Milán y 
									mostrado a los fieles cada 3 de mayo, Fiesta 
									del Hallazgo de la Santa Cruz y también se 
									lleva en procesión el 14 de septiembre, 
									fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. 
									
									Para acceder al tabernáculo del Santo Clavo 
									de la catedral de Milán, se utiliza 
									precisamente la “Nivola”, un curioso 
									ascensor del siglo XVII, en forma de nube y 
									decorado con lienzos y paños pintados. Este 
									aparato único (que algunos dicen que fue 
									diseñado por Leonardo) es capaz de 
									transportar hasta la bóveda a cinco 
									prelados, además del arzobispo de Milán. El 
									mecanismo que lo mueve fue mecanizado, dado 
									que originalmente se impulsaba en forma 
									manual. 
									
									En su forma actual, la Nivola, así como la 
									cruz artística que alberga el contenedor del 
									Santo Clavo, data de la época del cardenal 
									Federico Borromeo (1564-1631) arzobispo de 
									Milán desde 1595. Los ángeles y los 
									querubines, rodeados de nubes esponjosas 
									pintadas sobre la envoltura de tela, son 
									obra de Paolo Camillo Landriani (1560-1618). 
									
									Según una leyenda popular, el Santo Clavo de 
									Milán fue descubierto precisamente por San 
									Ambrosio. Un día, pasando en frente de la 
									tienda de un herrero, se sintió atraído por 
									el ruido del martillo con el que el hombre 
									trataba en vano de doblar un pequeño pedazo 
									de hierro. Era un gran clavo torcido, de 
									aproximadamente 25 cm de longitud, que 
									Ambrosio, inspirado, reconoció como uno de 
									los clavos de la crucifixión, uno de los que 
									Elena había encontrado en Tierra Santa. 
									 
									Estatua de Elena 
									en los Museos Capitolinos de Roma. 
									
									Flavia Iulia Helena (Elena de 
									Constantinopla) era la hija de un tabernero. 
									Según San Ambrosio, trabajó para su padre 
									como encargada de los establos. Y nos 
									imaginamos que era una mujer amable y 
									atractiva, teniendo en cuenta que, en el año 
									270, se convirtió en la esposa del tribuno 
									Constancio Cloro (apodado Chlorus, 
									“descolorido”, por su tez pálida, casi 
									verdosa). Aunque, según algunos, no fue una 
									esposa real, sino una concubina, la unión 
									con Constancio se prolongó durante 20 años, 
									hasta 293, cuando el emperador Diocleciano 
									promovió a Constancio Cloro al rango de 
									“César”, segundo de Maximiano —quien era 
									emperador de la parte occidental del 
									imperio— como miembro de la tetrarquía
									
									[1]. Este nombramiento obligó a 
									Constancio a divorciarse de Elena, siendo 
									incompatible su unión matrimonial con una 
									persona de origen plebeyo. 
									
									Constancio, además, por voluntad de 
									Diocleciano, se volvió a casar con Teodora, 
									la hijastra del Emperador Maximiano. Para 
									Elena, esto significó la pérdida 
									(humillante) de la familia, de su marido, de 
									su hijo (Constantino) y de la relevante 
									posición social a la cual pertenecía. Es 
									importante subrayar que, en 293, Elena tenía 
									45 años, una edad avanzada para la época. 
									Tal vez ya se había convertido al 
									cristianismo. En este contexto, se dice que 
									el propio Constancio Cloro era, junto con su 
									esposa Elena, cristiano, pero que fingía ser 
									pagano. 
									
									
									Un indicio de esta afirmación es el hecho de 
									que dio a una de sus hijas el nombre de 
									Anastasia, que significa “resurrección”. La 
									mayoría de los historiadores, sin embargo, 
									considera que Constancio Cloro fue más bien 
									partidario del culto del Sol Invictus, 
									un monoteísmo “solar” de origen oriental. 
									
									
									La vida de Elena cambió radicalmente en el 
									año 306, cuando, en York, las legiones 
									romanas de Bretaña aclamaron a Constantino 
									como “Augusto”. Elena fue convocada a la 
									corte por su hijo, convirtiéndose para todos 
									en nobilissima foemina. No sólo eso, 
									sino que cuando Constantino se convirtió en 
									Emperador totius orbis, recibió el 
									título de Augusta. 
									
									___________ 
									
									[1] Tetrarquía. Del griego τετράρχης (tetràrches), 
									palabra que se compone de tetra (cuatro) y 
									ἀρχή (poder). El imperio fue dividido en 
									cuatro zonas geográficas: 
										
										
										Diocleciano 
										controlaba las provincias orientales y 
										Egipto (capital: Nicomedia)
										
										Galerio las 
										provincias balcánicas (capital: Sirmio)
										
										Maximiano 
										gobernaba Italia, el norte de África e 
										Hispania (capital: Mediolanum)
										
										A Constancio 
										Cloro se le encargaron Galia y Britania 
										(capital: Augusta Treverorum) 
									  
									
									(claudio bosio / puntodincontro.mx
									/ adaptación y traducción 
									al español de 
									
									massimo barzizza) 
									  
									
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