|     
									
									18 
									
									de 
									
									septiembre 
									de 2013 - 
									
									Leyendo los sinónimos de esta palabra en el 
									diccionario, podríamos … ¡volvernos locos! 
									 
									
									En efecto, en el caso de “loco” nuestra 
									lengua presume de una enorme cantidad de 
									palabras con significado equivalente: 
									demente, perturbado, desequilibrado, 
									alienado, chalado, chiflado, lunático, 
									maniático, idiota, esquizofrénico, ido, 
									majareta, imprudente, irreflexivo, 
									atolondrado, alocado, mentecato, sicopático, obsesionado, enfermo de la 
									mente... 
									
									De cualquier forma, hay sutilezas muy 
									distintivas entre estos términos. 
									
									“Loco” (pazzo, en italiano) es sin duda el 
									mas duro entre los muchos sinónimos del 
									enfermo mental, ya sea por nexo etimológico 
									(deriva de la alteración del latino 
									patines, o sea, “paciente, aquel que 
									padece”) o por el sentido de sufrimiento que 
									suscita en nosotros. El “pazzo” por 
									antonomasia es un loco que sufre y que nos 
									hace dolorosamente partícipes de su locura, 
									como la Ofelia de Shakespeare o como el 
									Enrique IV de Pirandello. 
									
									El “pazzo”  no es 
									bizarro, como el “matto” (del latín tardío
									matus o sea, ebrio) quien, en su 
									delirio, es un tipo estrafalario, 
									extravagante. El “loco”, es un 
									desequilibrado de 
									clase B, o sea, es una persona totalmente 
									desprovista de…cerebro; inconsciente, 
									arrojada, desconsiderada. En este sentido, 
									el término aparece frecuentemente nuestras 
									expresiones: esta idea es una “locura”, 
									o  ¿retar a Bolt en los 100 metros? ¡Pero 
									que “loco”! , y también estoy 
									“loco” de amor por María, etc. (loco —folle 
									en italiano— 
									deriva también del latín: follis o 
									sea “balón”, mejor dicho “cabeza hueca”. 
									 Por el contrario, un término ya en desuso 
									es “mentecatto”, que tiene origen en 
									el latín mente captus, “ofendido en 
									la mente”. 
									
									La sociedad de los sanos de mente (… ¡por 
									decirlo de alguna manera!) siempre ha 
									buscado defenderse de los locos.  
									
									Principalmente, liberándose de ellos, 
									segregándolos en construcciones 
									particulares, como el llamado manicomio
									(del griego 
									
									
									
									mania,
									manía, “locura”, y 
									
									
									
									kamew,
									cameo, “yo curo”). Por otro lado, la misma 
									iglesia consideraba la intervención curativa 
									del medico como pecaminosa por el audaz 
									intento humano de corregir los impenetrables 
									planes de Dios (¡!). El loco era así y así 
									debía quedarse. Se cuenta que en tiempos 
									medievales, en algunos países nórdicos, al 
									inicio de la  primavera todos los locos y 
									muchos otros “diferentes”  (juglares, 
									herejes, disidentes) eran embarcados en 
									naves sin timón que, arrastradas a lo largo 
									del cauce, terminaba estrellándose contra el 
									hielo. (Stultifera navis). ¿Como se 
									dice? ¡A males extremos, medidas extremas! 
									
									Si bien la medicina y la cirugía estaban 
									entonces, al igual que ahora, estrechamente 
									correlacionadas, había una distinción real 
									entre ellas. Los médicos (del griego 
									
									
									
									medomai, medomai, 
									“cuido” trataban los problemas internos del 
									cuerpo y los cirujanos (del griego 
									
									
									
									ceir,
									cheir, “mano”, y 
									
									
									
									ergomai,
									ergomai, “yo 
									trabajo”) de los problemas externos 
									(heridas, fracturas, amputaciones…). Siempre 
									eran los cirujanos y no los médicos, quienes 
									practicaban la sangría (de “laxare 
									sanguinem”, o sea, “hacer correr la 
									sangre”) y se ocupaban además de las 
									extracciones dentales, osteología, 
									
									oftalmología, y obstetricia. Habría que 
									mencionar que, en el medioevo, la locura era 
									considerada como una forma de posesión por 
									espíritus malignos. Por lo tanto, la 
									administración de estos miserables seres 
									humanos “poseídos” pasó de  los médicos 
									a la iglesia, o mas bien, a sus inquisidores 
									y exorcistas (interesante la etimología del 
									griego 
									
									exorkizein,
									exorkizein compuesto por ex+ 
									fuera y 
									
									
									
									orkos,
									orcos =juramento, o sea, 
									“aquellos que conjuran al demonio en el 
									nombre de dios” 
									
									 Los locos, obviamente, tenían prohibido el 
									ingreso a la iglesias, y las personas 
									declaradas como “poseídas” (¡huelga decir, 
									eran mas mujeres que hombres!) eran quemadas 
									en la hoguera. La muerte de un loco por 
									medio del fuego tenía una justificación 
									canónica: destruía el cuerpo poseído por 
									Satanás, mientras el alma, finalmente 
									liberada, podía ir con Dios. 
									
									Por otro lado, si el individuo que se 
									hubiese comportado en modo agresivo, loco o 
									medio loco, era inevitablemente encarcelado, 
									“hospicio-forzado”, donde los detenidos eran 
									prácticamente abandonados a marchitarse (del 
									griego 
									
									
									
									marainein,
									marainein, “consumir”) 
									 
									
									Hasta finales del siglo XVIII la locura seguía 
									siendo considerada incurable y ligada a la 
									religión. Fue el medico francés Philippe Pinel (1745-1826), quien, considerándola una 
									verdadera enfermedad, puso en practica, 
									durante el internamiento del paciente, 
									algunas de las terapias que había estudiado. 
									Los tratamientos utilizados eran, por decir 
									lo menos, inhumanas: “camisas de fuerza“, 
									para los alterados, “duchas frías”, para los 
									agresivos, “sillas giratorias” para los 
									peleoneros, provocándoles vértigo, “riegos” 
									para los pendencieros, realizados mediante 
									un hilo de agua fría vertido sobre la cabeza 
									del paciente, mientras estaba inmerso en un 
									baño caliente, “técnica  de la usurera”, 
									apretando progresivamente, alrededor del 
									cuello del sicopático , una sabana húmeda, 
									provocándole la perdida inmediata de la 
									conciencia, así como  muchas otras practicas 
									similares.  
									
									Al inicio del 900, aparecieron la psicología 
									y el psicoanálisis, sin embrago, el loco 
									seguía siendo considerado como alguien 
									afectado por un daño cerebral inexplicable e 
									incurable.  
									
									
									 En el intento de reducir la peligrosidad del 
									loco, o, en caso contrario, de sacudirlo de 
									su apatía permanente, fueron introducidos 
									nuevos tratamientos quirúrgicos, la 
									lobotomía frontal (por el portugués Egas 
									Moniz, 1874-1955), y el electroshock 
									(por el italiano Ugo Cerletti, 1877-1963). 
									Si bien se trataba de dos tratamientos 
									carentes tanto de un sustento teórico como 
									de suficiente experimentación clínica, aun 
									así fueron acogidos con gran interés porque 
									al menos infundían esperanza donde 
									únicamente había desesperación. Se “pensaba” 
									(¡sin ninguna confirmación empírica!) que la 
									causa  de las enfermedades mentales era 
									biológica. Según esta teoría, (mas preciso, 
									el “biologismo”), la locura y la epilepsia 
									eran enfermedades antagónicas e 
									incompatibles, si se padecía una no se 
									padecía la otra. Razón por la cual, para 
									derrotar a la locura, se necesitaba provocar 
									crisis epilépticas artificiales. Por 
									ejemplo, inyectando al enfermo una ampolleta 
									de insulina en ayunas, haciéndole entrar en 
									coma y despertándolo después de una hora con 
									una solución azucarada (Realmente: ¡cosa de 
									locos!) 
									
									La lobotomía de Moniz, [del griego 
									
									lobo, 
									lobo, o sea “cáscara” (refiriéndose a una 
									parte redonda y protuberante como la parte 
									frontal del cerebro) y de 
									
									temnw, temno, o 
									sea “yo corto”] consistía en trepanar el 
									cráneo en varios puntos de la frente e 
									inyectarle alcohol por los agujeros. De este 
									modo se destruía la sustancia blanca (las 
									conexiones neuronales) del lóbulo frontal. 
									Se tenia la convicción de (¿con base en 
									que?) que las conexiones neuronales eran las 
									vías por la cuales se propagaban en el 
									cerebro las ideas obsesivas y los 
									pensamientos delirantes. A pesar de los 
									resultados poco alentadores el medico 
									portugués obtuvo por sus métodos de curación 
									el premio Nobel en 1949. La lobotomía de 
									Moniz se volvió una practica quirúrgica 
									regular en los EE.UU., donde un cierto Dr. 
									Walter Freeman (1895-1972). Este utilizaba 
									en lugar de taladro, un punzón de hielo, de 
									20 cm de largo y 5 mm llamado 
									orbitoclasto, con el cual traspasaba la 
									capa ósea justo sobre el parpado. 
									
									El punzón 
									se tenía que mover enérgicamente con el fin 
									de dañar el lóbulo frontal. Esta técnica 
									podía ser ejecutada de manera ambulante, en 
									vez de hacerse en una sala de operaciones, y 
									requería solo unos pocos minutos. Freeman 
									llegó a practicar hasta 25 lobotomías al 
									día, sin anestesia, y estaba dispuesto, en 
									caso de que se lo hubiesen pedido, a hacerlo 
									en presencia de la prensa. Sus intervenciones eran 
									payasadas trágicas, intervenciones en la 
									cuales realmente eran sometidos un notable 
									numero de clientes, muchos de los cuales 
									eran descendientes de familias adineradas: 
									es famoso el caso de la hermana de John
									Fitzgerald 
									Kennedy, Rosemary, a quien Freeman practicó 
									la lobotomía en 1941, a la edad de 23 años,  
									cuando su padre se lamentaba con los médicos 
									de los cambios repentinos de humos de su 
									hija, así como de su… interés por los 
									muchachos. 
									El padre ocultó la operación al 
									resto de la familia). La intervención en si 
									tuvo los resultados deseados, pero los 
									efectos secundarios tales que Rosemary acabó 
									reducida un estado mental infantil, se 
									volvió incontinente y sus capacidades 
									verbales se redujeron a unas cuantas 
									palabras sin sentido. Y así quedó para el 
									resto de su vida. Para ella y para muchos 
									otros VIP, este tipo de operación significó 
									una “zombificación”  y en lo absoluto la 
									liberación de la angustia mental. En 1975 
									fue atestado un golpe mortal a la lobotomía, 
									en la película de Milos forma ‘Atrapado sin 
									salida”, con Jack Nicholson en el papel de McMurphy, paciente de un hospital 
									psiquiátrico de Oregón, a quien los médicos 
									deciden practicar una lobotomía de la cual 
									saldrá como un individuo catatónico (del 
									griego 
									
									kata, kata, “abajo” 
									y 
									
									teinein, teinein, “inclinar”, 
									o sea, “inclinar hacia abajo”), privado así 
									de toda capacidad motriz y cognitiva. 
									
									Llega después (1938) el turno del italiano 
									Ugo Cerletti y de su electroshock,  
									llamado en Italia “elettrosquasso” 
									(convulsión electrónica o 
									
									electroconvulsoterapia), ya que las leyes 
									fascistas de la época imponían términos 
									rigurosamente itálicos. Cerletti estaba 
									fascinado por los…cerdos. De hecho, encontró 
									una manera de ver como se usaban en el 
									rastro de Roma las descargas eléctricas para 
									aplacar a estos animales antes de ser 
									degollados. En su aplicación para los 
									humanos, la cura-Cerletti consistía en 
									provocar convulsiones en el paciente por 
									medio de una descarga eléctrica al cerebro. 
									En la practica, a la persona 
									“desequilibrada”, le eran colocadas dos 
									plaquetas metálicas  el exterior del 
									hemisferio no dominante del cerebro (el 
									derecho, en la mayoría de los casos), a 
									través las cuales se hacia pasar una 
									corriente de una intensidad de 
									aproximadamente 0.9 Amperes (mas claro, para 
									encender una lámpara se necesitan 2 
									amperes). 
									
									La energía era de alrededor de 24 
									joules y el voltaje usado (se trata de una 
									corriente continua, como la de las baterías) 
									de aproximadamente 100-110V. La sacudida 
									duraba casi 0.14 segundos, y la convulsión 
									que seguía variaba de 10 a 40 segundos. La 
									sesión era repetida dos o tres veces a la 
									semana por cerca de un mes, dependiendo del 
									caso. Pero, ¿Qué se creía que hacían las 
									descargas eléctricas? Reactivaban de golpe 
									los neurotransmisores (=sustancias que 
									canalizan la información entre las neuronas, 
									las células componentes del sistema 
									nervioso) resaltando en particular la 
									noradrenalina, notablemente ausente en los 
									depresivos.  
									
									Para ser más específicos: era 
									como si al paciente psicopático le fuera 
									propinada una dosis altísima de 
									antidepresivos, suministrados todos de 
									golpe. La sacudida eléctrica se consideraba 
									resucitadora, porque ponía de nuevo en 
									movimiento los mecanismos cerebrales 
									devastados por la enfermedad. La operación 
									de elettroquasso de Cerletti fue 
									cuestionada con frecuencia: sin embargo, en 
									algunos casos, permite la recuperación de 
									pacientes con riesgo de vida (enfermos 
									propensos al suicidio, ancianos o 
									extremadamente debilitados para consumir 
									fármacos), poniéndolos de nuevo en 
									condiciones para ser tratados con 
									antidepresivos y/o psicoterapia. 
									
									Gracias a la ley  n. 180 de 1978, muy famosa 
									en Italia y mejor conocida como la ley 
									Basaglia (por el psicólogo Franco Basaglia, 1924-1980, quien fue su promotor) los 
									Hospitales Psiquiátricos fueron abolidos. El 
									enfermo mental ya no es una persona 
									peligrosa para si y para los otros, que debe 
									ser alejado de la sociedad y recluido en una 
									especie de cárcel.  
									
									Es un enfermo como los demás, un ciudadano 
									que sufre y que tiene el derecho de ser 
									curado con el respeto de la dignidad  y la 
									libertad de la persona humana.  
									  
									
									(claudio bosio / puntodincontro.mx 
									/ adaptación de
									
									massimo barzizza y traducción 
									al español de
									
									joaquín ladrón de guevara)  
									  
									
							 |