|     
									
									3
									de enero
									de 2014 - 
									Eran 
									las tres de la tarde, hacía frío y llovía. 
									Nosotros sacamos el balón del centro, 
									después pasaron diecinueve minutos. En 19 
									minutos se combaten poco más de seis rounds 
									de box, en 19 minutos Paavo Nurmi corre 
									siete kilómetros, en 19 minutos yo recibí el 
									primer gol del partido. Lo anotó un tal 
									Lucien Laurent, Francia 1 México 0, el 
									primer gol en la historia de los Mundiales 
									de futbol. 
									
									
									Recogí el balón de la portería y pensé en mi 
									padre, Manuel Bonfiglio García, el general 
									Manuel Bonfiglio García, que antes de partir 
									me dijo que se puede servir a México con las 
									armas, pero también parando un penalty. El 
									había escogido las armas, a mi me habían 
									metido gol. Se encargaba de pagarle a las 
									tropas de Álvaro Obregón, en el apogeo de 
									“nuestra” Revolución. Obregón se había 
									aliado con Carranza contra Zapata y Villa, 
									después había sido presidente entre el 1920 
									y 1924: reformas agrarias, alianza con los 
									Estados Unidos, políticas anticlericales, 
									ese ere Obregón. Nosotros, los Bonfilgio, de 
									origen Italiano, estábamos de su lado. 
									
									
									Con los militares, 
									debido a su habilidad para las 
									cuentas, mi padre logró crear equipos de 
									futbol vinculados al ejército. Así aprendí a 
									estar entre palos y por este motivo yo 
									también tomé un uniforme. Obedecer y ser 
									obedecido, guiar y ser guiado, militar y 
									portero, para mi era casi lo mismo. Jugué 
									con el Esparta, el Cuenta y Administración, 
									el Guerra y Marina, hasta que me dijeron que 
									debía pasar al Marte, el equipo que le 
									gustaba a los generales. 
									
									Así 
									que en el '28 fui a las Olimpiadas: 
									Ámsterdam, Europa, 24 días de viaje y —dos 
									años después— el Mundial. En 1930, cuando 
									empezó, la violencia en México ya casi había 
									terminado. En Estación Ortiz, en el 
									estado de Sonora, donde nací, los indios 
									yaquis me llamaban Yori, al igual que a 
									todos los blancos y mestizos. Zapata había 
									muerto, Villa había muerto, hasta Obregón 
									también había muerto, pero México seguía vivo... México jamás muere. 
									
									
									Después de la derrota 4-1 contra Francia, 
									los periodistas mexicanos escribieron que 
									estábamos mal alimentados. Para ser 
									honestos, yo mismo no tenía el físico de un 
									portero: 1.74 de estatura... gordito. En el 
									segundo partido me dejaron en la banca. En 
									mi lugar, contra Chile, jugó Isidro Sota. 
									Pero en el tercer partido estuve presente 
									contra Argentina. 
									
									Ya 
									íbamos perdiendo 3-0 cuando el “árbitro” 
									marcó un penalty a favor de ellos. En 
									realidad no había suficientes árbitros en 
									ese mundial, y el encargo de dirigir el 
									partido se lo habían dado al entrenador de 
									Bolivia, Ulises Saucedo. 
									
									Minuto 23... fue entonces 
									cuando recordé las palabras de mi padre 
									acerca de la Patria que puedes servir de 
									esas dos formas. Fernando Paternoster puso 
									el balón a once metros de mí y cuando tomó 
									impulso, yo serví a México. Extendí una mano 
									y paré el penalty. El primero en la historia 
									de los Mundiales. 
									
									Paternoster dijo que lo 
									había fallado a propósito, que me lo puso de 
									frente por caballerosidad, dado que ya 
									ganaban 3-0 ¿Ah, si? ¿Y entonces por qué 
									después metieron otros tres? En los 
									vestidores, al final, un hombre dio un paso 
									adelante... «¿Usted es Oscar Bonfiglio 
									Martínez? —me preguntó— hoy usted fue un 
									héroe». Lo miré, se presentó: era Carlos 
									Gardel. «Le quisiera regalar algo —me dijo— 
									pida lo que sea». «Maestro —le respondí— 
									cánteme un tango». A capela, ahí frente a 
									todos, entonó Volver. “Héroe”, así me 
									había dicho el 
									argentino Gardel. Mi padre 
									habría estado orgulloso. 
									 
									  
									
									(angelo carotenuto / 
									repubblica.it / puntodincontro.mx / adaptación 
									de massimo 
									barzizza 
									y traducción al español de
									
									celeste román )  
									  
									
							 |