27
de marzo
de 2014 -
Algunos creen que una empresa (o un
gobierno) es un bloque monolítico donde
todos los músicos tocan más o menos
perfectamente al compás de su líder
(Presidente, Administrador Delegado o
Director General), a menudo comparado
equivocadamente con un director de orquesta.
Por el contrario, en una empresa hay muchos
puntos de vista contrastantes, a veces
incluso opuestos. Cada empresa está
organizada en una forma diferente, pero, en
esencia, en todas hay áreas de
especialización, cada una de las cuales
piensa y actúa, en forma no homogénea con
respecto a ciertas situaciones.
Una empresa existe porque hay un mercado,
una regla de oro que a menudo es ofuscada
por otras teorías pasajeras o de moda. El
valor de la empresa se genera y aumenta
porque existe este mercado, pero no todos,
en la misma organización, están de acuerdo
acerca de este punto, situación que promueve
el desarrollo —en algunas ocasiones en forma
oculta— de antagonismos y discordias. Sin
embargo, todos sabemos que los minerales
siempre han estado allí, bajo tierra, hasta
que comenzó a existir un mercado que exigía
su extracción dirigiéndolos a un uso
específico. De hecho, es el uso (es decir,
el mercado), lo que determina su importancia
(valor) cuando todavía no han visto la luz
del día.
Tomemos el área de marketing. Sus seguidores
rechazan la idea de que el valor (o la mayor
parte del valor) de la empresa está
determinado por la modernidad, flexibilidad
y eficiencia de sus activos fijos
(instalaciones, maquinaria, equipos) y
apoyan el viejo concepto según el cual los
ladrillos son los que cuentan.
Para el mercadólogo el valor real de una
empresa se encuentra en el cliente
(especialmente en el cliente fiel, que
regresa y piensa lo mejor de nosotros). Sin
el cliente, el producto, o la fábrica, son
inútiles. El maíz de Brasil tiene mucho más
valor hoy que ayer, cuando sólo era un
alimento para humanos y animales, ya que
aparecieron nuevos clientes cuya conciencia
ecológica favorece el uso del etanol
—derivado precisamente de la fermentación
del maíz— en los motores de combustión
interna.
En nuestra empresa hipotética (o, tal vez,
no tanto), salta inmediatamente a la vista
que el área de personal (despiadadamente
rebautizada, en español, Recursos Humanos)
tendrá una idea muy diferente: el verdadero
activo que determina el valor de una empresa
son sus empleados.
De hecho, son las personas las que diseñan y
construyen las fábricas, que planifican e
implementan estrategias, que tienen la
capacidad —innata o adquirida— de convertir
con sabiduría conceptos abstractos en
realidades que satisfagan al mercado
(productos, servicios, ideas). En efecto,
también el área de personal tiene la razón,
porque siempre ha escuchado a los grandes
directores predicar que los empleados
constituyen el activo más importante de la
empresa. Si esto es cierto o no, es una
historia totalmente diferente.
Por otro lado, si abrimos la puerta del área
administrativa-financiera, nos enfrentaremos
a una serie de sorpresas impactantes. Su
lenguaje es diferente y profético, sus
informes escritos no pueden ser entendidos
por el hombre común, su evangelio (la
contabilidad) lleva a cabo operaciones
complejas y ... creativas y, en especial, su
interpretación del valor de la empresa se
concentra en dimensiones fríamente
cuantitativas y monetarias (el valor de
mercado de las acciones, el valor de la
marca, el valor del “crédito mercantil”).
Además, si el jefe máximo de la compañía
(Presidente, Administrador Delegado o
Director General) es Júpiter, su director de
finanzas siempre será Vulcano o Neptuno y no
el voluble y superficial Apolo. Vulcano y
Neptuno tienen el poder de controlar el
fuego y el agua, elementos esenciales,
mientras que Apolo, a lo sumo, puede
provocar sentimientos o sugerir decisiones
no racionales, sino emocionales.
Hay que decir, sin embargo, que Apolo
continúa siendo no sólo interesante, sino
importante. Siendo el dios del amor y de las
relaciones públicas, es invocado por todas
las áreas para inspirar a la gente a amar
(el amor —en su dimensión empresarial, es
decir, respetarse mutuamente, ayudarse unos
a otros, trabajar juntos— es algo poco
difundido entre los niveles más altos de las
organizaciones), pero sobre todo para
inspirar a los clientes a amar los productos
de nuestra empresa y luego comprarlos.
Cuando esto sucede, si sucede, las
diferentes áreas de la empresa —operaciones,
comercialización, personal y finanzas—
logran incluso llevarse bien. Por desgracia,
hoy en día el cliente es efímero en sus
amores. Atrás han quedado los días en que
las vacaciones de verano siempre se
materializaban en un mes en la misma playa y
las de invierno se llevaban a cabo siempre
en el mismo pueblo donde se iba a bailar los
sábados por la noche, pero ahora en el
antro.
Hoy se viaja de un océano a otro buscando
frenéticamente el lugar más lejano, más
barato y con mucha artesanía. El cliente es,
por lo tanto, efímero en sus amores (o
lealtades), al igual que Apolo era
tradicionalmente poco fiel a sus cortejadas
(y, tal vez, también a sus cortejados).
Hay muchos relatos de desamor en la historia
de empresas abandonadas por sus clientes:
compañías aéreas famosas en su época,
tiendas y supermercados aparentemente
indispensables y fabricantes que se
volvieron rápidamente obsoletos. Y hay
muchas empresas o productos que están a
punto de ser barridos por el olvido:
videojuegos, entretenimientos electrónicos,
juguetes inútiles, muebles ineficientes...
¿Cómo concluir, entonces, estas reflexiones?
Por supuesto, afirmando que el cliente de
hoy es más cotizado y cortejado que él de
ayer, porque se ha vuelto más complicado,
más preparado y más sofisticado. Se han
invertido los papeles. Ahora no es el
cliente quien debe amar a nuestra empresa, a
nuestros productos o servicios: es inútil
pedirle que conserve una actitud que ya no
es la más natural y espontánea. El cliente
dará su amor a los que saben corresponderlo.
Son, por lo tanto, las empresas las que
deben comenzar un proceso de seducción
elegante que lleve a una verdadera
demostración de afecto y comprensión.
Sólo después de haber resuelto con eficacia
la variable cliente-mercado, las diferentes
áreas funcionales de una empresa podrán
encontrar el punto de acuerdo sobre dónde
reside el verdadero valor de su
organización.