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23 de noviembre de 2013 - Estaba por cumplir 7 años y mi única ilusión era el festejo. Organizábamos una reunión en casa con todos mis amigos (los del colegio y los del barrio) para jugar juntos y correr acaloradamente en el patio. Demás está decir que estaba todo perfectamente ambientado para la celebración.

Mi mamá empezaba los preparativos con tiempo, una semana antes mi vestido ya estaba listo en la percha (y yo lo miraba con increíbles ganas de estrenarlo); ella también hacia cuidadosamente las compras del supermercado, preparaba los sándwiches y, juntas, habíamos ido a buscar el adorno del pastel: una coneja de largas patas, vestida con enormes volados que hacían juego con el rojo sombrero que dejaba sobresalir sus largas orejas, y llevaba una canasta repleta de zanahorias… puede resultar bizarro pero ¡a mí realmente me encantaba! (otro día les cuento que la coneja también tenía puesto un par de anteojos).

La sorpresa vino cuando mi hermana Mary (de 12 años) propuso con gran entusiasmo hacerme el pastel. Ella estaba haciendo sus primeros ensayos en las artes culinarias y como mi mamá quería contentarnos a todos —y de paso delegar algunos “detalles” que le tomaban mucho tiempo— no tuvo mejor idea que darle el okay. Así fue como Mary “aprendiz de cocina” se puso manos a la obra justamente con el detalle más simbólico de la celebración: ¡El pastel de cumpleaños! ¿Se imaginan?

Los ingredientes fueron cuidadosamente medidos y pesados, como también la higiene general (incluidas las manos y el cabello recogido) pero la cocción fue un desastre. Nuestra ansiedad de niñas por ver el resultado final hizo que abriéramos la puerta del horno una y otra vez. Mi hermana había aprendido a mezclar y batir, pero poco sabía acerca de los tiempos de cocción y la temperatura del horno; así que el pastel salió hecho una montaña, con la forma exacta del mismísimo Aconcagua y, para rematarla, la elevación ni siquiera estaba en el centro.

No había manera de acomodar semejante formato para que mi coneja pudiera mantenerse en pie; intentamos reiteradamente pero se caía, volvimos a intentar —tratando de pegarla con dulce de leche—, pero era imposible mantener sus largas patas erguidas en semejante cumbre, así que mi mamá le aplanó un poquito la punta y quedó “una coneja de fiel estilo country parada sin estabilidad sobre un volcán de chocolate”. A esa altura mi desilusión golpeaba la puerta… ¡y con violencia!

Llegó el día, estaba todo preparado y todos estábamos de ocasión, el detalle terrible era el aspecto del pastel que mi mamá se encargó de colocar en su mejor bandeja… imposible de disimular. El fotógrafo estaba citado a la hora de apagar las velitas y mis sueños de lucirme orgullosa junto a mi pastel de cumpleaños se habían transformado en una pesadilla. Yo había imaginado la escena de muchas maneras, y en mis ilusiones siempre lucía un prado apacible y envolvente, donde una conejita paseaba feliz y mi sonrisa se reflejaba en las incipientes florecillas de primavera… nada de todo esto tenía que ver con el irregular volcán cordillerano bañado en oscuro chocolate amargo logrado a
duras penas y con remendada creatividad.

Yo me sentía un poco avergonzada de mi pastel, posé rápido para la foto y sinceramente no me acuerdo qué gusto tenía (ni siquiera recuerdo si lo probé). Pero el detalle más importante tuvo lugar unos minutos después, cuando mi amiga Fernanda (que cumplía años en esos mismos días) me dijo: «Qué lindo tu pastel, yo le voy a decir a mi mamá que me haga uno así, pero que tenga muchas montañitas y muchos animales»; y mi amigo Leandro acotó: «yo quiero uno así, con montañas pero sin animales, con varias bicicletas».

Qué les puedo decir… todo depende del punto de vista con que se mire. Cada uno le agregaba sus condimentos y la torta empezó a cambiar… ¡ni hablar de la exitosa mutación de mi humor! Todo parecía haber suavizado sus bordes y las cumbres ya no eran borrascosas.

Lo que para mí era un bochornoso episodio, para una amiga era un genial formato culinario vanguardista donde podía lucir con esplendor su kit de animales de la granja; lo que para mí resonaba como inaceptable, para mi amigo era una espectacular pista irregular de bicicletas, un auténtico pastel todo terreno donde se podían recrear los avatares de un personaje heroico y cumpleañero que termina el circuito apagando las velas y alzando la copa de campeón.

Yo perdí la cuenta de las veces que conté esta anécdota y de las veces que con mi hermana la recordamos, pero puedo asegurarles que en cada lugar tiene una interpretación diferente… y todas con riquísimo aporte. Agradezco tener este recuerdo infantil tan vívido, un recuerdo que cada tanto me abre los ojos cuando me veo atrancada porque las cosas no son exactamente como las soñé.

A veces (y tal vez más de la cuenta) nos perdemos en situaciones semejantes aún siendo adultos. Nuestro deseo se obsesiona transformándose en una especie de capricho, vamos perdiendo flexibilidad, enfocamos solo la falta y esa obstinación nos hace infelices.

A veces nuestra tirana ilusión se pone a comandar la escena y no admite modificación, convirtiéndonos rápidamente en rígidos y críticos soñadores (¡de pesadillas!).

Nuestro aprendizaje está en poder admitir otras opciones, considerar otros puntos de vista, jugar con otras variables y tomar el rol de protagonistas de nuestras vidas con el desafío de interpretar otros guiones, otras situaciones de privilegio donde la victimización no sea el eje de nuestros argumentos.

Los invito a “sembrar alertas” que se enciendan cuando nos demoramos excesivamente en la disconformidad haciéndonos así “perdedores de otras posibilidades”. Disfrutemos del desafío de crecer con más cintura, con más movilidad, con menos pensamiento crítico y sin victimización. ¡Mi experiencia está compartida!

… por último ayúdenme a que entre todos podamos convencer a mi hermana para que retome la repostería, arte que abandonó el día de mi cumpleaños número 7, porque frente a cada pastel hay un ser que sencillamente despliega su espíritu soñador…

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* Alejandra Daguerre Nació en Buenos Aires, donde vive y trabaja. Se graduó en Psicología en 1990 en la Universidad del Salvador de Ciudad de Buenos Aires (Argentina). Trabajó en la Fundación Argentina de Lucha contra el Mal de Chagas, en el Departamento de Psicología y durante tres años en el Ministerio del Trabajo y Seguridad Social (entrevistas de preselección, programas de reinserción laboral y selección del personal).
Desde 1994 hasta 1999 se desempeñó en el Departamento de Graduados de la Universidad de Buenos Aires, en areas de RRHH y Capacitación. De 2003 a 2009 trabajó en el Instituto de Estética y Rehabilitación Física "Fisiocorp", en el tratamiento psicológico de pacientes con enfermedades crónicas y en pacientes de rehabilitación física a largo plazo. Desde 1991 trabaja por cuenta propia en el campo de la psicología clínica para adolescentes y adultos, con métodos psicoanalíticos, y de arte-terapia.

** Laura Barral, quien ilustra esta sección, nació el 3 de Febrero de 1988. Es diseñadora en Comunicación Visual de la Universidad Nacional de La Plata en Argentina. Actualmente es socio-propietaria del estudio de diseño Decote Design, donde realiza trabajos de identidad corporativa, diseño de logotipo, print, vinilos, corpóreos y diseño web. En 2010 se consagró como ganadora del concurso de la cámara de comercio de la Ciudad de Tornquist (provincia de Buenos Aires).

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(alejandra daguerre / puntodincontro.mx / adaptación de massimo barzizza y traducción al italiano de alejandra daguerre y massimo barzizza)