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2 de noviembre de 2013 - Mi vecina Helena adora a su mascota, un estilizado gato siamés que vive hace muchos años con ella prodigándose mutua compañía. Helena y Silvestre conforman un dúo de exquisitos gustos: pasean por las mañanas sigilosamente en el jardín, hacen ejercicios de elongación al unísono, disfrutan de la música clásica, y cada atardecer cuando ella se sienta en el sillón de la galería a leer Silvestre posa a sus pies cual guardián, custodiando celosamente la escena y componiendo juntos una postal tan armoniosa que ofrece deleite con tan solo mirarla.

Ellos dos son los únicos habitantes de la casa… una casa que tiempo atrás albergó una familia numerosa, que vio crecer a los hijos y que todavía guarda los ecos de esas tardes de juegos y risas. Hoy la recorren sus nietos que gatean bajo la atenta mirada de la mascota; y con gran espontaneidad dan cuenta que está absolutamente incorporada en la escena, Silvestre indudablemente es de la familia (un integrante más)

Hace ya unos días que Silvestre está decaído y Helena decidió llevarlo al control veterinario. El doctor lo revisó exhaustivamente, le hizo los estudios complementarios y también le dio a Helena una noticia perturbadora: su gato tiene un tumor y esto compromete fuertemente su futuro.

Helena rompió en llanto, tanto que parecía imposible calmarla, y entre lágrimas repetía «Doctor, ¿Por qué me lo dice así, como si Silvestre fuera un extraño?... para usted es uno más de sus pacientes, ¡Pero para mí es como un hijo!»

Resulta increíble como en un instante perdemos dimensión del impacto emocional que causamos. Involuntariamente enfocamos solamente el contenido formal del mensaje, como protegiéndonos detrás de los datos concretos. En tan solo un segundo priorizamos nuestro deber (de informar y de mostrar solvencia) y nos olvidamos que frente nuestro hay una persona que siente… que sufre… y que una parte de ella está en nuestras manos… ¡Cuanto todavía nos queda por aprender!

El reclamo no es profesional. En ese consultorio hubo excelencia en cuanto a la celeridad del diagnóstico, también hubo mucha información, detalles de medicina interna, láminas explicativas, costos del tratamiento y un minucioso esquema de los pasos a seguir… pero faltó contención, faltó empatía al transmitir un mensaje fuerte y, fundamentalmente, faltó vincular a la mascota con su dueño: esa relación de complementariedad e intercambios que genera el convivir responsablemente con un animal en casa.

Será esto algo que le pasó aisladamente a Helena? Lastimosamente creo que no, que estamos llenos de estos episodios en distintos ámbitos de la vida; que cada uno de nosotros enfoca solo una parte de la comunicación y nos olvidamos que las personas somos un todo y sentimos desde esta unidad.

Seguramente hasta que no aprendamos el concepto de integración vamos a seguir lastimando, seguiremos generando ruidos, tiramos la bomba y perdemos dimensión de la destrucción que genera… y muchas veces —tal vez desde la propia arrogancia humana— pretendemos que nuestro interlocutor siga el hilo del mensaje como si nada hubiera pasado… ¡Y que nos preste atención!

Sinceramente que hasta que no podamos enfocar a las emociones como parte del mensaje (ese segmento de comunicación intangible, que no se ve), nos estamos perdiendo en el laberinto, y solo nos encargamos de transmitir la formalidad y obviamente desligándonos rápido del asunto porque ya hemos cumplido.

Pensaba desde distintos ejemplos cómo aprender a comunicarnos, cómo interactuar respetuosamente considerando al otro y a su circunstancia, cómo generar y transmitir serenidad en el mensaje. Pensaba como siendo cuestiones básicas nos cuestan tanto integrarlas, y mucho más actuar en consecuencia.

También pensaba en Helena y su gato Silvestre en cómo interactúan, en la forma que se prodigan cuidados, en la manera que se divierten y sobre todo en el lugar afectivo que representan. Pensaba en términos de sencillez, en el mundo afectivo que aflora en cada situación de vida, en cada uno de nosotros y en todo lo que podemos capitalizar…

Las emociones marcan el termómetro de nuestras vidas, de nuestra comunicación, de nuestros vínculos, de la manera de respetar al otro. Las emociones están presentes siempre! Entremos en el difícil arte de transmitir afectuosamente y comprometámosnos a establecer comunicaciones diferentes.

El dar afecto aporta una inmensa calma y optimiza la calidad de vida… ¿No me creen? Entonces los invito a que volvamos a la armoniosa postal del primer párrafo, la descripción de ese dúo de exquisitos gustos impulsado únicamente por la dinámica del afecto…

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* Alejandra Daguerre Nació en Buenos Aires, donde vive y trabaja. Se graduó en Psicología en 1990 en la Universidad del Salvador de Ciudad de Buenos Aires (Argentina). Trabajó en la Fundación Argentina de Lucha contra el Mal de Chagas, en el Departamento de Psicología y durante tres años en el Ministerio del Trabajo y Seguridad Social (entrevistas de preselección, programas de reinserción laboral y selección del personal).
Desde 1994 hasta 1999 se desempeñó en el Departamento de Graduados de la Universidad de Buenos Aires, en areas de RRHH y Capacitación. De 2003 a 2009 trabajó en el Instituto de Estética y Rehabilitación Física "Fisiocorp", en el tratamiento psicológico de pacientes con enfermedades crónicas y en pacientes de rehabilitación física a largo plazo. Desde 1991 trabaja por cuenta propia en el campo de la psicología clínica para adolescentes y adultos, con métodos psicoanalíticos, y de arte-terapia.

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(alejandra daguerre / adaptación  de massimo barzizza y traducción  al italiano de alejandra daguerre y massimo barzizza)