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									15 
									de septiembre de 2015 
									
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									Estoy escribiendo en el 2015, en septiembre, 
									para ser exactos. Hace un par de semanas, en 
									México, vimos la fotografía del niño sirio 
									que se ahogó en la playa cerca de Bodrum, en 
									Turquía: boca abajo, en la arena. Tuve 
									escalofríos. Porque soy viejo, pensé. Traté 
									de comentar el asunto con alguien, sin mucho 
									éxito. Ellos no saben, estamos muy lejos, 
									pensé; ellos no saben dónde está Bodrum, 
									ellos ni siquiera saben que existe Siria. 
									
									
									Ahora estoy en Italia, en Europa, en el 
									viejo mundo, en la cuna de la civilización. 
									La foto del niño ya es historia. Ahora, 
									vemos la fotografía de la vía férrea en 
									Hungría, unos cuantos kilómetros más allá de 
									la frontera con un un país vecino. Los 
									rieles, los durmientes, la grava de siempre, 
									esa que provoca torceduras en los tobillos. 
									Un arroyo sin fin de personas, cientos, tal 
									vez miles. Mujeres y hombres, niños de la 
									mano de sus padres. Un hombre en muletas; 
									Tuve la mala idea de ver la fotografía con 
									una lupa y, de nuevo, me dieron escalofríos. 
									
									
									Me acordé de lo que vi. hace 72 años: 
									camiones de ganado repletos (y luego 
									sellados) de personas enviadas a la muerte 
									sólo porque eran judíos. Luego, hace 61 
									años, en Diyarbakir se me dijo: acuérdese 
									que, aquí, la palabra “kurdo” no se debe 
									pronunciar. 
									
									
									Hace 50 años, más o menos, en Siria y 
									Mesopotamia uno de mis colaboradores 
									palestinos me dijo: creo que usted debería 
									verlo, porque es una persona que puede 
									entender; y me llevó a visitar un campo de 
									refugiados. 
									Me 
									estremecí. 
									
									
									Sucedió apenas hace unas pocas semanas el 
									episodio del camión sellado, utilizado para 
									transporte de carga refrigerada, abandonado 
									al lado de una autopista austriaca; sí, de 
									Austria, el país súper-civilizado. Cuando lo 
									abrieron, encontraron setenta cadáveres, 
									hacinados, de pie, todos asfixiados. Venían 
									del Oriente Medio, las mismas tierras que me 
									dieron escalofríos hace 50 años. 
									
									
									Escalofríos y más escalofríos. ¿A dónde 
									estamos yendo? El homo homini lupus 
									no tiene fin. Así como sin fin es el no 
									querer ver y no querer oír. Tal vez porque 
									la voz de la conciencia se ha vuelto 
									afónica. 
									  
									
									(adalberto 
									cortesi / 
									puntodincontro.mx / 
									traducción al español de massimo barzizza) 
									  
									
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