I tesori di Modica

Goffredo Palmerini ci racconta le meraviglie di una delle più belle città siciliane.
Prima parte.

Il Castello di Modica.


17 gennaio 2011. -
Mi procura già una piacevole trepidazione l’andare in macchina verso Modica, specie quando a Rosolini il tratto d’autostrada Siracusa-Gela d’improvviso finisce in un crocicchio di strade di rango minore. Il che non disturba affatto, consentendo di dar meglio un’occhiata al paesaggio di questa parte di Sicilia per me ancora inesplorata.

Negli anni Settanta, quando lavoravo a Roma al Servizio Sanitario delle Ferrovie dello Stato, sebbene scendessi numerose volte l’anno, per ispezioni e controlli d’igiene ambientale negli impianti ferroviari, mai m’era capitato di venire in questa cuspide meridionale dell’isola, pur avendo potuto apprezzare della Sicilia gran parte delle bellezze, come la generosità e l’innata ospitalità della sua gente. Né m’era stato possibile farlo in altre occasioni, pur essendovi tornato.

Trascorsi alcuni decenni, tra questi ricordi il pensiero vaga e alle amicizie rimaste ancora vive, mentre percorriamo l’ampio tavolato roccioso dei monti Iblei. I campi ostentano varietà di colture. Vigneti e frutteti, serre, ulivi e fronzuti alberi verdi di carrubo punteggiano una terra che già prelude alle mitezze della primavera, come in qualche caso rivelano i primi mandorli in fiore, nei punti più esposti al sole. E infatti in questi primi giorni di gennaio già s’avvertono i primi tepori, almeno così sembra a noi aquilani, avvezzi al nostro secco freddo invernale.

D’altronde in questi luoghi siamo già alla latitudine di Tunisi.

Il paesaggio, ora, è una sequela di campi divisi da ordinate muraglie a secco, pietre per secoli tratte dalla terra e composte con cura da generazioni di contadini, come ci racconta il colore del tempo che recano.

 E’ davvero un belvedere questi muretti di pietre a secco, fitta maglia di confini a piccole proprietà, armonia geometrica di poderi coltivati e prati, dove sovente si vedono al pascolo mucche, pecore e capre. Saprò poi che tali muri sono stati il deterrente contro il latifondo parassitario. L’aria è pulita, il cielo terso è d’un azzurro così intenso come quello dell’Aquila.

Nei pressi di Ispica la roccia calcarea s’incide in profonde valli scavate dai corsi d’acqua, strette e incassate, e la vegetazione ardita ne esalta il carattere selvaggio. Le chiamano “cave” queste profonde scanalature di roccia, e a volte in qualche punto s’incrociano più d’una. Sulle pareti a strapiombo spesso compaiono pertugi di grotte nella roccia.

È in queste caverne del territorio ibleo che comparvero le prime popolazioni preistoriche, come hanno rivelato le necropoli scoperte a Pantalica, Cava d’Ispica e, in pieno centro a Modica, nel quartiere Vignazza, risalenti al 2200 a.C. Vanno dall’età del bronzo fino al V secolo d.C. e vi si sono rinvenuti importanti reperti e affreschi rupestri, mentre nell’immediata periferia di Modica si rinvenne l’Ercole di Cafeo, statuetta bronzea del III secolo a.C. di raffinata fattura, ora esposta nel museo civico. Intanto, dopo una serpentina di curve, stiamo arrivando appunto a Modica e già si scopre il profilo della città alta, dominata dalla facciata della chiesa di San Giovanni e più in basso dall’imponente, maestosa mole del duomo di San Giorgio.
 


La città vista dalla chiesa di San Giorgio.

 

È davvero una bella suggestione, mentre man mano si guadagna la vista della città arroccata sulle pareti scavate nei millenni dai due torrenti che nella città bassa confluivano in un unico corso d’acqua. In questi due canyon sorge Modica, con quella sua particolarità d’impianto urbano e di stupende architetture che l’ha fatta definire “la città più singolare dopo Venezia”, con l’intricata sua rete di inerpicamenti a scalini e le strette viuzze che arrancano sulle coste, fino alle sommità dei quattro colli.

***

Me provoca ya una agradable emoción el ir en el coche hacia Módica, especialmente cuando en Rosolini el tramo de la carretera Siracusa-Gela termina de repente en un cruce de calles de menor rango. Esto no molesta en absoluto, y permite echar una mejor mirada al paisaje de esta parte de Sicilia, para mí todavía inexplorada. En los años setenta, cuando trabajaba en Roma para el Servicio Sanitario de los Ferrocarriles del Estado, aunque bajaba varias veces al año para las inspecciones de salud ambiental y los controles en las instalaciones ferroviarias, nunca había llegado hasta esta cúspide meridional de la isla, aunque sí había podido apreciar muchas de las bellezas de Sicilia, como la generosidad y la profunda hospitalidad de su gente.

Tampoco lo había podido hacer en otras ocasiones, aunque había regresado varias veces. Después de unas cuantas décadas, con estos recuerdos el pensamiento se aventura entre las amistades que siguen con vida, al recorrer la vasta meseta rocosa de los montes Hibleos.

Los campos hacen alarde de variedades de cultivos. Viñedos y plantas frutales, invernaderos, olivos y frondosos algarrobos verdes salpican una tierra que ya transmite el preludio de los climas templados de la primavera, como en algunos casos revelan las primeras flores de almendro, en los sitios más expuestos al sol.

De hecho, en estos primeros días de enero ya se advierten los primeros días cálidos, o por lo menos así parece a los que venimos de L'Aquila, acostumbrados a nuestro invierno seco y frío.

Además, por estos parajes, ya nos encontramos a la altura de Túnez. El paisaje es ahora una secuencia ordenada de campos separados por paredes en seco, piedras extraídas de la tierra durante siglos y acomodadas con cuidado por generaciones de campesinos, como nos relata inequívocamente el color del tiempo que llevan.

Es realmente una vista agradable la de estos muros de piedra seca, densa red de límites de pequeñas propiedades, armonía geométrica de granjas y campos de cultivo, donde a menudo pastorean vacas, ovejas y cabras. Aprenderé más tarde que estos muros fungieron como disuasión para las parásitas ambiciones latifundistas de algunos individuos. El aire es limpio, el cielo está despejado y de un azul tan intenso como el de L'Aquila.

Cerca de Ispica, la piedra caliza penetra los profundos y estrechos valles esculpidos por los ríos y la vegetación espontánea resalta su carácter silvestre. Se les llama "cavas" a estos surcos profundos en las rocas, y, a veces —en algunos puntos— se encuentran y cruzan varios de ellos.

A menudo aparecen en los acantilados accesos a cuevas en las grietas de la roca. Fue en estas cuevas de la zona hiblea donde aparecieron los primeros pueblos prehistóricos, como pusieron en evidencia las necrópolis descubiertas en Pantálica (Cava d'Ispica) y en el mero centro de Módica (en el barrio de Vignazza), que se remontan al año 2200 aC. Los restos abarcan el periodo que comprende desde la Edad del Bronce hasta el siglo V de nuestra era y entre ellos se encontraron importantes artefactos y pinturas rupestres, al mismo tiempo que en las afueras de Módica volvía a la luz la pequeña estatua de bronce de Hércules Cafeo, del siglo III a. C., de manufactura refinada y ahora en exhibición en el museo de la ciudad (Museo Cívico).

Mientras tanto, después de una serie de curvas, estamos llegando precisamente a Módica, y ya resalta el alto perfil de la ciudad, dominada por la fachada de la iglesia de San Giovanni y —más abajo— por la imponente y majestuosa catedral de San Giorgio.

Es verdaderamente una excelente primera impresión, mientras paulatinamente va apareciendo el resto de la ciudad agarrada a las paredes de roca talladas durante milenios por los dos arroyos que fluían rio abajo hasta encontrarse y unirse en un solo brazo de agua.

En estos dos cañones se encuentra Módica, con su particularidad diseño urbano y sus estupendas obras arquitectónicas que hicieron que fuese definida como "la ciudad más singular después de Venecia", con su intrincada red subidas y bajadas cubiertas por escalones y los estrechos callejones que —desde los limites urbanos— llevan a la parte superior de las cuatro colinas.

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